Jesús María Silva Sánchez.
Catedrático de Derecho penal de la Universidad
Pompeu Fabra.
Este trabajo es una versión revisada del texto de la ponencia presentada por
el autor en el marco del VIII Congreso "Derecho y Salud" (Santiago de
Compostela, La Coruña, España. Noviembre de 1999).
1. INTRODUCCION.
Producido un resultado lesivo -en el caso que aquí interesa, el contagio
de una enfermedad- el Derecho penal puede imputárselo a tres sujetos distintos.
Por un lado, al agente inicial, esto
es, a quien generó en primer lugar el curso causal que, al final, da lugar a la
producción del referido resultado. Por otro lado, a un tercero: bien
porque éste interrumpa el nexo de imputación del resultado al riesgo creado por
el primer agente introduciendo un nuevo riesgo en términos de
autorresponsabilidad; o bien porque se encuentre en posición de garantía, debiendo
responder, con independencia de que lo haga el agente e incluso con
independencia de que "haya" un agente, por no haber controlado el
riesgo suscitado. En fin, a la víctima:
ya porque ésta, con su comportamiento, haya roto de algún modo el nexo de
imputación del resultado al riesgo creado por el agente o el tercero; ya, en última
instancia, en virtud del principio "casum sentit dominus": si no hay
nadie a quien imputar responsabilidad por el resultado producido, si éste
aparece como un caso fortuito, un riesgo general de la vida o, en todo caso, como
un riesgo no prohibido, entonces debe soportarlo aquél sobre quien recae. En el
ámbito del contagio hospitalario se dan ejemplos de todas esas diversas
situaciones mencionadas. Con todo, sí conviene precisar que las alusiones al
contagio hospitalario más clásicas en nuestra jurisprudencia -y que todavía es
posible encontrar- responden a una estructura peculiar. El sujeto que ha creado
dolosa o imprudentemente un riesgo para otro, quien, a su vez, ha sido sometido
tras sufrirlo a un tratamiento médico-sanitario, argumenta en su defensa que el
resultado lesivo finalmente producido no le es imputable, sino que se debió
precisamente a una infección contraída en el hospital, de modo que el contagio
hospitalario ha interrumpido el nexo de imputación, impidiendo que el resultado
se le impute a la conducta inicialmente realizada. Este es el caso que
contempla, por ejemplo, la Sentencia del tribunal supremo Español (STS) del 21
de diciembre de 1993, ponente Díaz Palos; o el de la Audiencia del Tribunal
Supremo (ATS) de 16 de octubre de 1996, ponente De Vega Ruiz.
2. CONTAGIO Y RELACIÓN DE CAUSALIDAD.
Los ejemplos anteriores ponen de relieve cómo el Tribunal Supremo, para
rechazar la interrupción del nexo de imputación, a lo primero que procede es a
constatar los aspectos del supuesto fáctico relativos a la relación de causalidad.
Ello es correcto en el abordaje jurídico general del problema del contagio
hospitalario. Así, respecto a los dos ejemplos standard: la infección
postoperatoria, (por ejemplo, en un caso de amputación de un miembro por una infección
hospitalaria de gangrena gaseosa postquirúrgica, la STS (1ª) de 21 de julio de
1997, ponente O'Callaghan Muñoz; o, para un caso de fallecimiento por infección
hospitalaria de tétanos postquirúrgico, la STS (1ª) de 9 de diciembre de 1998,
ponente O'Callaghan Muñoz1) y la transfusión.
El sujeto A sufre un traumatismo en una pierna, lo que hace preciso su
tratamiento médico-quirúrgico. Tras la intervención, se detecta una infección
de gangrena. Al no poder ser contenida ésta, se hace precisa la amputación de
la pierna afectada.
La gestante B, debido a ciertas incidencias durante el parto, recibe una
transfusión de sangre. Un tiempo después se constata que ha sido contagiada del
virus del sida.
Al subrayar la importancia práctica del examen de la cuestión de la
relación de causalidad en estos casos no se quiere indicar ni que la
determinación de una causa extra hospitalaria de la infección excluya, per se,
la responsabilidad hospitalaria por el resultado que se produzca, ni,
viceversa, que la constatación de una causa hospitalaria conduzca a una
atribución de responsabilidad. En cuanto a lo primero, debe señalarse que, aunque
el contagio se haya producido fuera del hospital, puede surgir responsabilidad
dentro de ésta por la incorrecta no detección o el inadecuado tratamiento de la
infección (Este tema se debate en la SAP Valencia, secc. 2 de 24 de septiembre
de 1998, ponente Andrés López del Baño); en suma, nos hallamos ante un problema
general, en su caso, de imprudencia médica. Ahora bien, precisamente por ello,
debe señalarse, con todo, que la cuestión del origen de la infección es
importante, puesto que el responsable concreto, dentro del centro sanitario,
del resultado de una infección hospitalaria y extra hospitalaria no será nunca
la misma persona. En cuanto a lo segundo, es obvio que la constatación de una
relación de causalidad por sí sola no conduce a una atribución de
responsabilidad: es necesario que el riesgo que incorpora el curso causal pueda
ser calificado como riesgo prohibido y, a la vez, que pueda imputarse a la
imprudencia de algún sujeto concreto. Y ello no va de suyo; a pesar de los
problemas que conlleva la realización ex post de los juicios teóricos ex ante
ya pesar de la creciente tendencia a transformar las desgracias en ilícito de
alguien.
La determinación de la relación de causalidad está orientada, en Derecho
penal (ya diferencia, por ejemplo, del Derecho civil de daños: STS -lª- de 26
de mayo de 1997, ponente González Poveda) a la construcción de una relación de
imputación personal. Así pues, la individualización del factor infeccioso no es
suficiente si no va acompañada de la precisión de la fuente de la infección; en
este punto, los principios de presunción de inocencia y de "in dubio pro
reo" son determinantes. Quiere con ello significarse que la determinación
de que la causa del resultado ha sido una genérica "infección
hospitalaria", sin que se pueda precisar más, impide de entrada toda imputación
penal. Los problemas que se pueden dar en este punto los refleja muy bien la
SAP Granada de 1 de febrero de 1999, ponente Ramos Almenara (Cfr. también STS
de 13 de febrero de 1997, ponente Martínez-Pereda Rodríguez).
En cuanto a las reglas para determinar la fuente de la infección,
seguramente debe tomarse como base el criterio sentado por la STS de 23 de
abril de 1992: basta con tener un componente necesario de una explicación
suficiente del resultado y con poder excluir explicaciones alternativas (ello,
aunque se desconozca el modo en que se ha desarrollado el proceso eficiente de
producción de la lesión). Así, la STS (lª) de 18 de febrero de 1997, ponente Almagro
Nosete, en un caso de contagio de hepatitis C y de SIDA, es muy expresiva del
modo de acreditar
la fuente de
la infección: para la hepatitis C es determinante que se trate de una
enfermedad de origen fundamentalmente posttranfusional y que el período de
incubación sea de 3 a 12 semanas desde el contagio, siendo así que en el caso
transcurrió en tomo a un mes entre la transfusión y la aparición de los
primeros síntomas de la hepatitis. En cuanto al SIDA, se entiende determinante,
de nuevo, el que los primeros síntomas se correspondieran con los períodos de
incubación, así como el que no se hubiera acreditado que el fallecido
demandante perteneciese a grupo alguno de especial riesgo, ni que con
posterioridad a las transfusiones antes mentadas hubiera llevado a cabo
conductas aptas para producir el contagio de la citada enfermedad (Cfr. similar
la STS (1ª) de 11 de febrero de 1998, ponente Gu116n Ballesteros).
3. EL "RIESGO NO PERMITIDO"
DE INFECCIÓN.
En todo caso, la imputación a una persona concreta del contagio sufrido
por un paciente exige que se constate que dicho contagio ha sido debido a un
riesgo no permitido. No son riesgos no permitidos aquellos que resultan objetivamente
imprevisibles, u objetivamente inevitables. Así, la STS (1ª) de 7 de junio de
1994, ponente Barcala Trillo-Figueroa, entendiendo, a propósito de una
infección postoperatoria, que no existen medidas de asepsia que puedan eliminar
la bacteria "clostreidium perfringens" de un quirófano.
Tampoco lo son aquellos que, aunque pudieran estimarse, en alguna medida,
previsibles y evitables, proporcionan, con su permisión, mayores beneficios que
los que resultarían de su prohibición. Así, por ejemplo, cabe que suceda con
los microorganismos resistentes que pueden existir en centros hospitalarios ya
los que se pueden vincular ciertas infecciones.
Pese a que el riesgo de infección asociado a tales microorganismos es
previsible -y, en algunos casos, evitable, si se renunciara a la actividad
hospitalaria o al modelo actual de organización de la actividad hospitalaria cabe
entender que nos hallamos ante un riesgo permitido, en la medida en que se
adopten, para su contención, todas las medidas compatibles con el
funcionamiento del sistema.
Un problema especial puede suscitarse respecto de aquellos focos de
infección cuya neutralización, sin llegar a lo anterior, tuviera importantes
costes económicos. En este caso, en principio, debe partirse de la inexistencia
de un riesgo permitido, salvo que los costes fueran tan importantes que
pudieran poner en cuestión el propio mantenimiento del sistema sanitario.
En todo caso, partiendo de que en la actividad médico- sanitaria una
determinada dimensión de riesgo es ineludible, la cuestión habrá de centrarse
en la determinación de cuáles son las cautelas cuya adopción permite estimar
que el riesgo se mantiene en el ámbito de riesgos "no prohibidos". Al
respecto, debe señalarse que ni los protocolos internos del centro
hospitalario, ni las normas administrativas establecen el standard de cuidado
jurídico- penal. Esto último resulta especialmente importante, por cuanto ha
dado lugar a una cierta discusión. En efecto, se trata de determinar qué debe
ocurrir cuando, en sectores sometidos a una detallada regulación
administrativa, el profesional médico-sanitario se limita a cumplirla, aunque
el estado de los conocimientos científicos (al que se accede a través de las
revistas especializadas) indique que tal normativa se halla desfasada y exija
la adopción de métodos distintos o adicionales de cautela.
El tema es, pues, si el cumplimiento de las normas administrativas da
lugar a la estimación de un riesgo permitido. En relación con otro sector
profesional, el monografista Paredes Castañón (PAREDES CASTAÑON, Límites de la
responsabilidad penal individual en supuestos de comercializaci6n de productos
defectuosos: algunas observaciones acerca del "caso de la colza",
Poder Judicial 33, pp. 421 y ss.), ha señalado que, sentado el
cumplimiento de las disposiciones administrativas reguladoras de una
determinada actividad, la regla general es que no se le pueda imputar una
imprudencia punible (PAREDES CASTAÑON, Poder Judicial 33, p. 425, matizando las
tesis de la propia sentencia de la colza a partir de una perspectiva centrada en
la ha de quedar también exento de toda responsabilidad jurídica, incluso
aunque, como consecuencia de la conducta, se acabe por producir un resultado
disvalioso").
Ahora bien, por otro lado admite que cabe que se dé una circunstancia excepcional;
en tal caso, cuando a los ojos de todo el mundo o incluso a la luz de los
conocimientos especiales del sujeto, se advierte que la situación no es de aquéllas
para las que está pensada la regulación administrativa, nos podríamos hallar
ante un "fraude de ley". En tal caso, el sujeto debería proceder
según una ponderación autónoma de riesgos-beneficios (PAREDES CASTAÑON, Poder
Judicial 33, pp. 427-429), de modo que podría incurrir en imprudencia punible.
En el ámbito sanitario, un caso en el que esta cuestión hubo de barajarse
fue el relativo a las "transfusiones de sangre contaminada" del
Hospital de Bellvitge: STS de 18 de noviembre de 1991, ponente De Vega Ruiz (Rep.
La Ley 12.253). En efecto, en tal caso las pruebas de detección de anticuerpos
del VIH sólo se establecieron como obligatorias en Cataluña en virtud de una
Orden de la Generalidad de 10 de octubre de 1986. Se planteaba, entonces, si
cabía imputar a título de imprudencia la transmisión del VIH producida en una
transfusión realizada con anterioridad a esa fecha; la cuestión era, pues, si sólo
la Orden de la Generalidad permitía configurar una norma de cuidado infringida.
La sentencia no lo entiende así. Por el contrario, se subraya que "la
imprudencia, si es temeraria, por inobservancia de las más elementales normas de
precaución y cautela, no precisa la remisión a norma reglamentaria alguna".
O, de modo similar, pero más concreto, que "la Orden de la Generalidad no
condiciona necesariamente las conductas imprudentes acaecidas con anterioridad
ni es en ningún caso constitutiva per se de la actividad culposa incardinada en
el texto articulado je1565, vigente entonces, por hechos posteriores". O,
en fin, que "...la imprudencia temeraria no es infracción en blanco, no
depende de norma reglamentaria alguna, que puede existir, pero que no es de
concurrencia
inexcusable
para el tipo. La valoración de la culpa está por encima del cumplimiento o
incumplimiento de la susodicha Orden, aunque, se repite, su contenido en algún caso
sirva para aseverar las características y requisitos del delito en sí.
En sentido opuesto, sin embargo, la SAP Barcelona (secc. 6ª) de [7 de
julio de 1993, ponente Perea Vallano (Actualidad penal Audiencias 207), en
relación asimismo con un caso de contagio del VIH, afirmaba que "no puede estimarse
que obra con olvido de las más elementales normas de precaución -lo que constituye
la esencia de la imprudencia temeraria el que ajusta su actuar a lo establecido
en la ley dentro de los supuestos por la misma contemplados (...) no pudiendo
por tanto exigirse de los acusados otra conducta que la del fiel cumplimiento
de lo al respecto ordenado por las autoridades sanitarias competentes.
Cierto es que la medida resultó insuficiente y hubo de ser sustituida por
la obligatoriedad de las pruebas de detección de los anticuerpos del VIH, más
ello no implica la existencia de una responsabilidad penal (...) por parte de
los acusados, por el hecho de no anticiparse al criterio mantenido por las
autoridades sanitarias, cuando los hechos enjuiciados se produjeron, lo que no
les es jurídicamente exigible a lo menos en el ámbito penal". El criterio
de esta última sentencia no es asumible.
Sin embargo, tampoco lo sería el opuesto, según el cual el baremo del
cuidado debido habría de venir constituido por los conocimientos individuales
del sujeto. Como la jurisprudencia civil ha ido poniendo de manifiesto (por
ejemplo, STS (lª) de 28 de diciembre de 1998, ponente Sierra Gil de la Cuesta;
STS (1ª) de 9 de marzo de 1999, ponente García Varela. Cfr. asimismo la STS
(3.") de 31 de mayo de 1999, ponente González Navarro, con cita del art.
141 de la LRJAP en su redacción por la Ley 4/1999, de 13 de enero: "No
serán indemnizables los daños que se deriven de hechos o circunstancias que no
se hubiesen podido prever o evitar según el estado de los conocimientos de la
ciencia o de la técnica existentes en el momento de la producción de
aquéllos...".), la imprudencia (objetiva) se determinará con arreglo a los
standard científicos o técnicos cuya existencia pueda constatarse en el momento
de que se trate, con independencia de que los mismos hayan sido recogidos -o
todavía no por la normativa administrativa. Ello da lugar a alguna sentencia
civil que, de entrada, podría resultar sorprendente, pero que, a mi juicio,
resulta plenamente correcta. La STS (1.ª) de 18 de febrero de 1997, ponente Almagro
Nosete, tuvo ocasión de pronunciarse sobre un caso de contagio de la hepatitis
C y del SIDA {por transfusión de sangre) en el que los hechos se habían
producido antes de que se dispusiera de los conocimientos necesarios para
detectar los virus correspondientes. La sentencia acepta en este punto el
alegato de los recurrentes. Sin embargo, termina concluyendo la existencia de
imprudencia.
En efecto, consta que en el momento de producirse los hechos se conocían
estadísticamente los riesgos de las transfusiones (aunque ello no obstara a su práctica
en casos de riesgo vital) -obsérvese aquí el argumento en términos de riesgo
permitido (en los casos de riesgo vital en que se opta por la transfusión, a su
vez arriesgada, en realidad es dudoso que se pueda hablar de riesgo permitido. Surge,
en concreto, la duda de si se trata de un riesgo permitido –que no genera
responsabilidad civil o de un estado de necesidad -que sí la generaría-. El
tema precisa de un estudio más detallado: las fronteras entre riesgo permitido
y estado de necesidad en los delitos imprudentes. Ahora bien, en el caso no
existía un riesgo vital y, además, se disponía de terapias alternativas a la
transfusión. Así, lo diligente habría sido prescindir de la transfusión como
única vía absolutamente segura de evitar el contagio, o, al menos, haber
procedido a informar al paciente de todos los riesgos que comprendía la
transfusión para obtener su consentimiento informado. En efecto, en el caso se
pone de relieve lo siguiente.
El riesgo de contagio que surge de la transfusión se hace, en principio,
no permitido en función de su carácter previsible y evitable. La previsibilidad
(en el grado que sea) se obtenía del dato estadístico que asociaba contagio a
transfusión. Su evitabilidad, por el hecho de que, renunciando a la
transfusión, se excluiría el contagio. Por tanto, el riesgo podía ser no
permitido incluso antes de que se dispusiera de los conocimientos en cuya
virtud fuera posible detectar y aislar el virus. Ahora bien, dicho riesgo
podría estimarse permitido en la medida en que la renuncia a la transfusión
causara males mayores que su práctica. En tal caso, la transfusión, realizada
con las máximas cautelas posibles, no constituiría un riesgo prohibido. Ahora
bien, ése no sería el caso de las transfusiones practicadas en casos en que no
existía riesgo vital yen los que, además, se daban terapias alternativas.
4. LA IMPUTACIÓN DEL RIESGO (EN COMISIÓN
ACTIVA Y EN COMISIÓN POR OMISIÓN).
El riesgo de contagio puede imputarse a quien lo crea activamente o bien,
en comisión por omisión, a quien, habiéndose comprometido a impedir su
aparición o, en todo caso, a controlarlo, no lo hace. A efectos de imputación
de responsabilidad, éstos son, en efecto, los dos grandes grupos: Por un lado
aquél que la infección resulta de un proceso en el que se da una intervención médico-sanitaria
activa; por otro lado, aquél en el que se produce desde el medio hospitalario,
sin intervención activa alguna, pudiendo imputarse, sin embargo, el surgimiento
del riesgo de infección y/o su realización en un determinado resultado a
alguien que había asumido el control de dicho riesgo.
En cuanto a la imputación activa, deben sin
embargo distinguirse situaciones distintas: así, la intervención quirúrgica (o,
en general, médico sanitaria) con instrumental contaminado (así, por ejemplo,
en un caso en el
que se
trataba de una implantación mamaria no convenientemente esterilizada, la SAP
Zaragoza (secc. 3ª), de 16 de julio de 1998, ponente Rodríguez de Vicente
Tutor); la transfusión de sangre contaminada; la exposición del paciente al
contacto con personal hospitalario portador
asintomático
o con otros pacientes ya infectados; o bien intervenciones que no producen
directamente la infección, pero facilitan que ésta se produzca (así, la exploración
agresiva o intervención quirúrgica como factores que abren barreras del
organismo y posibilitan la infección; o la provocación de inmunodepresión como consecuencia
de un determinado tratamiento médico); o la agravación de una infección ya
contraída en el medio por un tratamiento inadecuado. Respecto a todas estas variantes
es preciso analizar si las referidas situaciones, en el momento de realizarse
las conductas en cuestión, aparecían como riesgos imprevisibles, inevitables,
o, en última instancia, permitidos en función de la correspondiente valoración
de costes y beneficios; de lo contrario, se darán las bases para una imputación
jurídico-penal (a reserva de lo que luego se indica sobre el principio de autorresponsabilidad),
en todo caso, muchas de estas conductas, aun cuando puedan representar una
contribución al resultado de infección, no expresan un dominio sobre el riesgo
de la infección; se tratarla, respecto a ellas, de imputar una participación
imprudente en un hecho de autoría imprudente realizado por otro.
En cuanto a la imputación omisiva, deben distinguirse dos grandes
subgrupos: la omisión de deberes de aseguramiento por parte de quien ha asumido
la neutralización del propio riesgo de infección (desinfección o control de la
aparición de infecciones)10; y, una vez producido el contagio, la omisión de
deberes de aseguramiento por parte de quien se ha comprometido a evitar que el
riesgo ya surgido produzca efectos trascendentes (evitación de que la infección
ya contraída redunde en un efecto lesivo más grave). Por lo demás, en uno y
otro caso la imputación se vincula al hecho de que la realización de la
conducta indicada-y no llevada a cabo hubiera impedido el resultado (según un
juicio ex post). Con todo, lo anterior se ve sustancialmente modificado por el
hecho de que la actividad médico-sanitaria tenga lugar normalmente mediante la
intervención de una pluralidad de personas y, además, en estructuras complejas.
Ello genera un doble fenómeno. En el plano
horizontal, la vigencia del principio de autorresponsabilidad (que
progresivamente va ocupando el lugar del principio de confianza), de modo que
no toda aportación causal al resultado da lugar a una imputación de
responsabilidad, sino sólo aquella que además implica la infracción de los deberes
de cuidado específicamente correspondientes a la posición jurídica ocupada por
el sujeto. En el plano vertical, la posible imputación de responsabilidad por
la vulneración de deberes de coordinación y vigilancia, de modo acumulativo a
la responsabilidad del inferior o, incluso, de modo excluyente, cuando la única
vulneración jurídica que puede hallarse es la del referido superior. A
propósito de una infección por el abandono de material quirúrgico en el
interior del cuerpo del paciente, analiza esta cuestión la SAP Alicante (secc.
1ª) de 29 de enero de 1998, ponente González Pastor.
Precisamente por el hecho de que la actividad
médico sanitaria tiene lugar en un contexto de intervención (y no intervención)
de diversos sujetos, lo usual será que se den también problemas en cuanto a la
posible incidencia de la figura de la prohibición de regreso. Así, cuando a una
intervención activa de contagio le sucede una omisión de control del riesgo
producido por el contagio. O bien cuando a la omisión de evitación de aparición
del propio foco infeccioso le sucede otra omisión de evitanio
sobre el
riesgo de la infección; Se tratarla, respecto a ellas, de imputar una
participación imprudente en un hecho de autoría imprudente realizado por otro.
5. EL CASO MÁS TRASCENDENTE: "LAS
TRANSFUSIONES DE SANGRE CONTAMINADA". STS DE 18 DE NOVIEMBRE DE 1991, PONENTE
DE VEGA RUIZ.
5.1. Resumen de hechos. En el Hospital "Príncipes de España" de
Bellvitge se practicaron 2.284 transfusiones de sangre sin realizar pruebas de
detección de los anticuerpos del VIH, pese a la existencia de un consenso en el
ámbito científico sobre su procedencia, e incluso después de que-el 10 de
octubre
de 1986 una
Orden de la Generalidad de Cataluña estableciera su obligatoriedad en el
territorio de la Comunidad Autónoma. Ello dio lugar a la infección de diversos pacientes
con el referido virus. Fortunato F.G. era, por aquellas fechas,
Director-Gerente del Hospital. En virtud de su contrato "se le atribuían
las más amplias facultades para realizar las funciones de gestión
(representación, dirección y organización) del ámbito asistencial que le correspondían
ostentando entre otras la Dirección de las Comisiones de Dirección y
Administración del Hospital; sin embargo, se desentendió de su obligación de
velar por el cumplimiento de la orden referida, a pesar de que desde el 17 de
agosto de 1985 conocía la importancia del tema, determinando esa falta de
vigilancia, respecto al cumplimiento de la normativa, que se verificaran las 6.226
donaciones, así como las 2.284 transfusiones con inobservancia de aquélla, aun
cuando por su carencia de conocimientos médicos y científicos el acusado no
pudiera prever las consecuencias que esas transfusiones, carentes de las
oportunas pruebas de detección de anticuerpos antivirus VIH, pudieran producir
en los pacientes".
Por su parte, el Dr. José María C.M. era el Director Médico del Hospital.
A él le correspondía "dirigir, coordinar y evaluar las actividades
clínicas del Hospital, así como llevar a término el seguimiento de los diversos
servicios o unidades asistenciales, evaluando su nivel de calidad y proponiendo
las medidas necesarias para su mejora". Había asumido la función de
examinar las propuestas de orden del día de las Comisiones de Administración.
Conocedor del estado de la cuestión en la ciencia sobre la necesidad de
realización de las pruebas, no atendió ni a una carta de la Dra. Carmen F.C.
(Jefa del Servicio de Hematología y Hemoterapia) en tal sentido, ni a la propuesta
de adquisición de reactivos, cuya incorporación al orden del día de la Comisión
de Administración del 6 de noviembre rechazó. El Dr. Javier A.B., Jefe de Suministros,
aceptó tal decisión, al ser José María C.M. el Director Médico. y cuando la
Dra. Carmen F.C., el 7 de noviembre, comunicó a José María C.M. el contenido de
la Orden de 10 de octubre, éste no adoptó medida alguna hasta el 26 de febrero
de 1987. La Dra. Carmen F.C. adoptó las iniciativas referidas, pero, sabedora
de todo lo anterior, en vez de dirigirse a otros centros hospitalarios, que
tenían técnicas en marcha para realizar detecciones o recurrir a otros bancos
de sangre, adoptando medidas tendentes a evitar transfusiones de sangre con
anticuerpos, no lo hizo, pese a que sabía el riesgo de transmisión que con ello
se corría, determinando de esta forma las referidas donaciones y transfusiones.
En fin, Antonio R.B., al igual que Roberto Ramón S.B., era médico adjunto
del banco de sangre, dirigido por el Dr. Pedro A. de S. Antonio gozaba de la
confianza de Carmen F.C., a la que en ocasiones sustituía, por delegación de la
misma, pero carecía en la práctica de capacidad decisoria que le permitiera
incidir en los hechos relatados. Fortunato ni siquiera fue acusado del delito
de lesiones imprudentes; sí lo fueron, en cambio, Carmen y José María, condenados
en instancia por tal concepto. Por lo demás, los tres fueron acusados y
condenados por la Audiencia por los delitos del art. 343 y 343 bis del Código entonces
vigente. El Tribunal Supremo casa la sentencia, absuelve a los tres del delito
de expedición de medicamentos y condena a José María por un delito de lesiones por
imprudencia temeraria ya Carmen por una falta de lesiones por imprudencia
simple.
5.2. La asignación de responsabilidades en una cadena jerárquica compleja.
De las muchas cuestiones que plantea el caso, algunas ya comentadas más arriba,
aquí interesa destacar la que deriva de la existencia en el mismo de cadenas de
delegación que abarcan desde la cúspide del centro hospitalario hasta los
últimos intervinientes (ejecutores materiales) en el hecho. En casos como éste
se observa una de las características del Derecho penal moderno, cual es la relativa
al progresivo alejamiento de la atribución de responsabilidad del hecho de la
ejecución material. Las estructuras básicas de imputación son entonces la
autoría mediata y, sobre todo, la comisión por omisión.
La realización (y aceptación) de un acto de
delegación de competencias o funciones tiene como efecto inmediato modificar
las situaciones de competencia de partida. En lo que aquí interesa, ello
conlleva, asimismo, una transferencia de responsabilidad. La delegación crea una
nueva "posición de garantía": la del delegado. Esto es, proyecta
sobre este sujeto un nuevo ámbito de organización y de responsabilidad, al
producirse una ampliación de su esfera de competencia en virtud de la asunción
de funciones de control de riesgos.
Ahora bien, el acto de delegación, si bien es
cierto que constituye una nueva (o unas nuevas) "posiciones de garantía"
sobre el (o los) delegado/s, no cancela la posición de garantía que ostentaba
el delegante. Por el contrario, el delegante mantiene una posición de
responsabilidad residual (o lo que, en otros términos, podría denominarse el
resto de su posición originaria de responsabilidad), en la medida en que también
retiene algunas competencias a las que a continuación aludiremos. Ello dará lugar,
por lo demás, a la apreciación de algunas hipótesis de responsabilidad
cumulativa de delegante y delegado, este último con base en las funciones
asumidas (compromiso de contención de un cierto ámbito de riesgos con las
competencias transferidas) y el primero con base en las competencias retenidas.
En realidad, partiendo de que la delegación
convierte al delegado en protagonista fundamental del hecho, el delegante sí
retiene competencias, que pueden incidir en una atribución de responsabilidad
al mismo en el caso de que se produzca un hecho penalmente relevante. En particular,
ostenta la competencia de selección del delegado; la de vigilancia y
supervisión de su actuación; la de información y formación; la de dotación de
medios económicos y materiales; la de organización y coordinación de la
actuación armónica de los delegados; etcétera. Ahora
bien,
conviene subrayar que, en general, de tales competencias y su defectuosa ejecución
no cabe desprender, en el caso de que se produzca un hecho delictivo, una responsabilidad
a título de autor, sino únicamente a título de partícipe. Así, ejecutado el
hecho activamente por un inferior jerárquico (un empleado subordinado), el
delegado, que ha asumido la función de control directo de los riesgos derivados
de tal actuación, si -pudiendo y debiendo en atención a su competencia no lo
evita, podrá ser
estimado
autor en comisión por omisión. En cambio, el delegante, que eventualmente infringiera
su deber de supervisión, y consiguientemente no instara al delegado a ejercer
tal control, solamente podrá ser estimado partícipe en comisión por omisión
(pues su conducta no equivale según el sentido del texto de la ley a la
comisión activa en calidad de autor): él no ostenta ya la competencia directa
de evitación del hecho -que ha transferido-, sino que sólo retiene la
competencia de instar a la evitación. Por lo demás, en buen número de casos, la
naturaleza de la intervención del delegante en el hecho será la de una contribución
imprudente (infracción de deberes de cuidado en la supervisión, coordinación,
selección, etc.), lo que ha de conducir frecuentemente (a la luz de lo
dispuesto en el art. 12 CP) a la impunidad. Por contra, en el caso de que sea
el propio delegado el que cometa activamente un delito en calidad de autor, la
aportación del delegante podría llegar a ser calificada de autoría en comisión
por omisión, en términos similares a los indicados más arriba. Todo lo
anterior, como puede observarse, pone claramente de relieve la posibilidad de
una acumulación de responsabilidades de delegante y delegado que, sin embargo,
deja en un papel secundario, a veces determinante de la impunidad, al referido
delegante. Ello puede ser especialmente patente en el caso, nada infrecuente, de
la existencia de cadenas de delegación.
La regla general, con todo, es la siguiente: se estima autor en comisión
activa a quien ~ el hecho activamente de modo directo o mediato (esto es,
instrumentalizando a otros); partícipe en comisión activa es todo aquél que contribuye
activamente al hecho del autor (salvo que se limite a realizar labores
"standard", fungibles, sin propia connotación delictiva); autor en
comisión por omisión será, en principio, sólo aquél en cuya esfera de
competencia se hallaba la evitación directa del hecho (esto es, en principio,
sólo el superior jerárquico inmediato a quien ejecutó activamente el delito; o,
en el caso de cosas peligrosas, quien ostentara el control inmediato sobre las mismas);
partícipes en comisión por omisión serán, en cambio, todos aquellos otros
superiores (mediatos) en cuya esfera de competencia se hallaba la posibilidad
de instar a la evitación del hecho. A todas estas estructuras debe superponerse
el carácter doloso o imprudente del hecho de cada sujeto (algo que puede ser
determinante a
la hora de
atribuir responsabilidad). Y, en fin, debe tenerse en cuenta la posibilidad de
apreciar la concurrencia de alguna eximente en estos sujetos, con las
consecuencias conocidas. Un caso singular -pero, a mi juicio, de gran
trascendencia- es aquél en el que el delegado, que carece de los medios para
cumplir eficazmente con su función de control de riesgos, porque el delegante
no se los suministra, se mantiene no obstante en su posición de competencia y responsabilidad.
A mi entender, este tema podría ser planteado desde dos perspectivas. La
perspectiva más clásica, vinculada a las nociones de causalidad, previsibilidad
o deber genérico, llevaría a la atribución de responsabilidad al delegado. Pues
se entendería que éste, pese a su imposibilidad actual de cumplir con su deber,
habría de responder conforme a la estructura, usual en Derecho penal, de la
actio libera in causa, según la cual responde quien provoca o no evita el
advenimiento de una situación en la que no es dable (ni a él mismo) la evitación
del hecho delictivo. En supuestos de esta naturaleza, pues, el delegado que se
mantiene en su posición (que no renuncia) y actúa -con previsibilidad- u omite
- con previsibilidad y deber general respondería de modo cumulativo con el
delegante. Una perspectiva moderna, sin embargo, pondría de manifiesto -según
creo- que la competencia para la dotación de medios no ha sido, en puridad,
“delegada”, sino precisamente retenida por el delegante. Es a éste -y sólo a
éste a quien corresponde cumplir con ella. Al delegado le incumbe simplemente apercibir
de la ausencia de medios y, en tanto ello no se subsana, cumplir con su deber:
hacer frente al riesgo asumido con los medios existentes. Aunque no cabe duda de
que el tema merece discusión, en el caso le que la producción del resultado se
produjera por la ausencia de medios, este punto de vista haría responsable sólo
al delegante. Incluso aunque el delegado hubiera causado de modo previsible el
resultado.
5.3. Aplicación al caso. El estudio de las cuestiones que plantea el caso
desde la perspectiva adoptada puede subdividirse en tres bloques. Por un lado,
lo relativo a la responsabilidad de los cirujanos y miembros de sus equipos, en
el curso de cuyas intervenciones se producían las transfusiones contaminantes; así
como a los subordinados de la acusada Carmen en el servicio de hematología y
hematoterapia.
Por otro
lado, la relación vertical de delegación existente entre José María y Carmen y
los problemas peculiares que la misma muestra dada la configuración del caso.
En fin, la responsabilidad de Fortunato -siendo discutible si la relación entre
éste y José María es, a su vez, una relación "horizontal",
participando de las características propias de las mismas (separación de
esferas, principio de confianza en la visión clásica del problema) o
"vertical", participando de los mismos problemas de
"delegación"-.
5.3.1. La responsabilidad de los "ejecutores
inmediatos" (cirujanos,
subordinados del servicio de hematología, etc.).
Esta cuestión no fue abordada por el Tribunal Supremo. En efecto, la
mayor parte de ellos ni siquiera fueron acusados ante la Audiencia Provincial;
y en el caso de Roberto Ramón, la propia Audiencia lo absolvió.
Sin embargo, convendría efectuar una primera reflexión, que puede ser
luego extensiva a otro de los casos objeto de estudio y que, por lo demás, ha
de constituir una de las cuestiones debatidas a propósito de la imputación en estructuras
jerárquicas de empresa. Verbigratia ¿Por qué no se imputa responsabilidad a los
sujetos situados en tales niveles jerárquicos inferiores, aun cuando se trate
de un delito común y éstos hayan realizado una aportación causal directa al
resultado lesivo? Las soluciones tradicionales han acostumbrado tomar como base
la existencia de un error (normalmente vencible) de tipo o de prohibición, o de
una situación de no exigibilidad, o en concreto la concurrencia de obediencia debida,
cuya aplicación al ámbito laboral había experimentado un cierto auge en los
últimos años de vigencia del Código ahora derogado. Sin embargo, en el caso en
cuestión, como en tantos otros -podría decirse que todos que se manifiestan con
exacta configuración en la delincuencia de empresa, nada se comenta al
respecto.
Sí se resalta, a propósito de la responsabilidad de Antonio, que carecía
de capacidad decisoria que le permitiera incidir en los hechos relatados. Ello
parece aludir a un criterio de gran interés: el criterio de la competencia.
Según este criterio, podría afirmarse que cuando un sujeto contribuye
naturalísticamente a la producción de un resultado siendo así que éste, sin
embargo, discurre al margen de su esfera de competencia en términos normativos,
entonces dicho sujeto no responde. Ocurre, sin embargo, que tradicionalmente
ese criterio ha sido utilizado para definir el ámbito de responsabilidad en
comisión por omisión, pero no en comisión activa. Desde el punto de vista
clásico, quienes realizaran aportaciones causales, dolosas o imprudentes, al
resultado responderían, pues, aun cuando la evitación del resultado no
perteneciera a su esfera de competencia. Modernamente, sin embargo, asistimos a
propuestas, todavía en fase de discusión, según las cuales incluso quien causa
un resultado, conociendo o pudiendo conocer que lo hace, no respondería penalmente
cuando el proceso de producción del resultado queda fuera de su propia esfera
normativa (no física) de control. De ser acogido este punto de vista, ello permitiría
sin más fundamentar la exclusión de responsabilidad para los cirujanos y los
integrantes de sus equipos que procedieron a causar de modo inmediato la
contaminación con el VIH. Ello, aun cuando supieran que la sangre que
utilizaban no había sido sometida a la prueba de los reactivos
correspondientes. Pues tal cuestión no era de su incumbencia, sino de quienes
les suministraban la sangre. Fundamentada de este modo la exclusión de responsabilidad
de los miembros de los equipos quirúrgicos, el mismo argumento habría de ser
empleado para los integrantes del banco de sangre, así como del servicio de hematología
y hemoterapia. y procede subrayar que no se trata de una mera exclusión de la
culpabilidad o de la imputación subjetiva, sino de la propia realización típica
objetiva.
5.3.2. La "relación vertical" entre el Director Médico y el
Jefe del Servicio de Hematología.
Nos hallarnos aquí en una situación expresiva de la relación entre
"delegante" y "delegado". Sin embargo, si esto es así
conviene examinar con cierto detenimiento por qué se estima que Carmen
(delegado y, en esa medida, más próxima al hecho típico que el delegante)
incurre en una responsabilidad menor que José María. Desde luego, de entrada,
parece que no debería haber duda alguna acerca de que la principal responsable
del hecho es Carmen; que ella sería el autor. En efecto, en ella, y en su calidad
de Jefe del Servicio de Hematología y Hemoterapia, se ha producido por parte de
la Dirección Médica del Hospital la delegación básica del control de los
"output" en este terreno. En su condición, Carmen, proporcionando sangre
no controlada para las intervenciones quirúrgicas, habría producido -en
principio, cabe pensar que activamente, aunque los hechos no son explícitos en
este punto relativo al funcionamiento del servicio el resultado lesivo: se
trataría de una autoría mediata imprudente. En el caso de que pudiera estimarse
que no realizó aportación activa alguna, sí cabría de todos modos practicar una
imputación a título de autor en comisión por omisión. El fundamento vendría
dado por la no evitación de la conducta de sus inferiores, ésta ciertamente causal
respecto al resultado. Con todo, como se ha señalado, parece admitirse de modo
general que la delegación no implica una exención de responsabilidad del
delegante. Por el contrario, el delegante retiene una posición de garantía,
cuya configuración se extiende a los aspectos más manifiestos de la conducta
del delegado (o de los delegados): su selección y formación, su coordinación y
dotación de medios, la supervisión de los aspectos más trascendentes de su
actuación, etc. José María, por tanto, se encontraba en una posición de
garantía cuyo contenido era el reseñado. La Sentencia lo asume en su FJ 24º, al
indicar que ya la sentencia de instancia acoge la "...amplia función que
el acusado realizaba como Director Médico del hospital, entre las que se
encontraba el examen diario de las propuestas de las comisiones de
administración, como también acoge el conocimiento que tenía sobre los peligros
que suponía la sangre no cribada o no depurada a medio de los reactivos
oportunos, con las advertencias o peticiones que la doctora encargada del
Servicio de Hematología y Hemoterapia le había sugerido al respecto.
En la modalidad de la comisión por omisión descrita más arriba, el
acusado fue consciente del 'medicamento' almacenado y del uso que se hacía del
mismo. El acusado voluntariamente disponía, en su entorno, de amplias facultades
decisorias en la coordinación, dirección y supervisión de los distintos
servicios asistenciales o actividades de docencia o investigación.
Voluntariamente, pues, disponía el material médico adecuado dentro de una cuota,
no exclusiva, de competencia y de responsabilidad".
Sentada, pues, la concurrencia de un modelo en que ambos, delegante y
delegado, son susceptibles de ser hechos responsables, merece mención una
constatación fundamental. En concreto, por qué la conducta reiteradamente realizada
por Carmen (enviar una carta, proponer la adquisición de reactivos, informar en
su momento de la existencia de la orden de la Generalidad) por un lado no es
suficiente para eximir de responsabilidad; y, por otro lado, sí lo es para
degradar su imprudencia a la categoría de imprudencia simple. Pues ello daría
lugar al elemento añadido de que el "autor" (delegado) recibe una pena
inferior a la del "cooperador" (delegante). En el caso de que se
entendiera que Carmen obró en autoría mediata imprudente, se imputaría un
contenido de antijuricidad inferior al autor que al partícipe.
Desde la perspectiva más clásica, la conducta de Carmen no podría
estimarse suficiente para la exención de responsabilidad. Pues, en efecto, de
considerarse que su intervención fue activa, nada podría excluir su vinculación
causal y psicológica Con el hecho: las transfusiones Con sangre contaminada. y
de seguirse la vía de la omisión, igualmente se apreciaría la infracción de un deber
"especial" y la previsibilidad. Frente a ello no se admitiría el
argumento de que Carmen, hizo "lo que podía".
Pues en situaciones de esta estructura, en la que el sujeto mantiene su
posición de deber a sabiendas de que no va a poder cumplir con el deber asumido
podrían apreciarse los elementos estructurales de la "actio libera in
causa" (o, en otros términos, culpa por asunción) lo, que impediría
eximir de responsabilidad. Es cierto que su conducta podría interpretarse, en
un determinado momento, como un "intento de cumplimiento del
mandato"; pero tal intento se mostró, en seguida, defectuoso, lo que no
impidió que Carmen siguiera contribuyendo del modo expresado a la práctica de
transfusiones. Ahora bien, si se adopta la referida perspectiva, resulta más
que discutible que la conducta de Carmen deba tener como efecto la transformación
de la imprudencia "temeraria" apreciada por la Audiencia en una
imprudencia "simple", estimada por el Tribunal Supremo. De hecho, el
FJ 13º de la sentencia, dedicado a esta cuestión, no tiene un estilo
argumentativo sino que simplemente enuncia la presencia de una disminución de
la intensidad del deber de cuidado vulnerado, tratando de mostrarlo como algo
evidente. Probablemente, para ello se tuvo en cuenta la concurrencia de una
situación de exigibilidad parcialmente disminuida, así como los intentos
"salvadores" puestos en marcha por la acusada. Sin embargo, estos
elementos, que ciertamente podrían tener efecto en la determinación de la pena,
no modificarían el hecho de que Carmen, pese a todo, contribuyó de forma directa
a la realización de las transfusiones, como la propia sentencia reitera (sobre
el alcance del deber en estos casos cfr.STS 1ª de 18 de febrero de 1997,
ponente Almagro Nosete, "reducir el uso de las transfusiones a los
supuestos de riesgo vital o de graves e irreparables consecuencias para la
salud del paciente, cuando no existiera método terapéutico alternativo, y, de
otra parte, a informar al enfermo, que en el caso presente se hallaba
plenamente consciente y lúcido, de los posibles efectos gravosos para su salud
a que podía dar lugar la transfusión a que iba a ser sometido, de modo que
pudiera dar a la misma una conformidad fundada en el conocimiento exacto de
dichos efectos y asumiendo el riesgo de que llegaran a hacerse realidad").
Con todo, cabría la posibilidad de adoptar una perspectiva distinta sobre
toda esta cuestión. Tal perspectiva partiría de la constatación de que nos
hallamos ante el caso, supra aludido, en que el delegante no proporciona los
medios necesarios y suficientes para el cumplimiento de la función por él
delegada y asumida por el delegado. En tal caso, es desde luego cierto que el
delegado causa o no impide (de modo previsible) el resultado. Pero también lo
es que no ha vulnerado las reglas de la competencia asumida. Pues la
competencia de proporcionar tales medios no ha sido delegada, sino, por contra,
precisamente retenida por el delegante. Desde esta perspectiva, más atenta a la
distribución de competencias ya la configuración de las respectivas esferas, el
delegado se comportaría correctamente (de modo “adecuado a rol”) cumpliendo su
función con los medios de que dispone y haciendo notar sus deficiencias en el
caso de que éstas se produzcan. La realización de conductas distintas entraría dentro
del ámbito general de los deberes de solidaridad, no de los presupuestos de una
exclusión de la imputación imprudente de resultados. Obsérvese cómo desde esta perspectiva
el comportamiento de Carmen no se mostraría imprudente: pues cumplió su función
con los medios puestos a su disposición y requirió reiteradamente los reactivos
necesarios por el conducto oficial (carta al superior jerárquico, promoción
oficial del correspondiente expediente, incluso comunicación verbal). Otras
iniciativas, como la mencionada en la sentencia de recurrir a
otros
centros, no parece que le correspondieran directamente en función de su
competencia, sino que, de nuevo, habrían de ser adoptadas por el director
médico del propio centro; y, por supuesto, le habría sido posible denunciar el
hecho a los medios de comunicación. Sin embargo, esto último respondería más
bien al cumplimiento de un deber general de solidaridad con los pacientes de
las transfusiones que al cumplimiento de sus funciones en la estructura
orgánica del centro.
A la vista de todo lo expuesto, se advierte que el Tribunal Supremo no
sigue coherentemente ninguno de los dos puntos de vista. Pues, o bien el tema
correspondía a la esfera de competencia del delegado, en cuyo caso la responsable
principal sería Carmen, con independencia de la responsabilidad cumulativa de
José María, como delegante supervisor. O bien, el tema corresponde a la exclusiva
competencia del delegante, en cuyo caso el único responsable es José María,
pasando Carmen a integrar el grupo de sujetos que contribuyen al hecho sin que éste
se produzca en su "esfera normativa de control". El Tribunal Supremo
adopta una solución intermedia, que no acaba de dar razón de ninguna de dos las
perspectivas teóricas posibles y, sobre todo, resulta de muy difícil fundamentación
dogmática.
Por lo que hace al acusado José María, debe subrayarse que, a su inicial
título de competencia basado en la posición originaria de control sobre los
servicios del centro y, en particular, en la competencia para el suministro de
medios para los mismos, añade un título de imputación adicional: la
interrupción del curso salvador interpuesto por Carmen, al impedir que el
expediente por ella promovido llegara siquiera a conocimiento de la comisión de
administración, cuyo orden del día revisaba.
A la vista de todo ello, no cabría duda sobre la atribución de
responsabilidad realizada.
5.3.3. La responsabilidad del Director-Gerente
Desde una perspectiva fáctica, como supra se adelantaba, resulta dudosa
la posición de Fortunato en relación con José María. En particular, si es ésta
una "relación horizontal" entre esferas de competencia situadas al
mismo nivelo,
por el contrario, puede interpretarse que Fortunato es un superior jerárquico
de José María, de modo que se encuentra en la cúspide de la "relación
vertical" que antes comentábamos. Sea como fuere, en el caso objeto de
análisis la posición de este acusado es singular. Debe subrayarse que ni
siquiera fue acusado" ante la Audiencia de las lesiones imprudentes
producidas probablemente por estimar las acusaciones que la falta de previsibilidad
por su parte respecto a tal resultado lesivo, que se deriva en la redacción de
hechos probados de la ausencia de conocimientos médicos específicos, hacía inviable
tal acusación. Por otro lado, el Tribunal Supremo le absolvió -como a los demás
acusados de los delitos de peligro en materia de medicamentos, por razones
derivadas de la interpretación del verbo típico "expender o despachar",
en el que no se estimó posible subsumir la conducta realizada por todos ellos.
La cuestión que aquí interesa -y que trasciende al concreto pronunciamiento del
Tribunal Supremo debe, sin embargo, enunciarse del siguiente modo: ¿Puede
responder un Director-Gerente de hechos típicos relacionados con la calidad del
"medicamento" en un centro en el que existe un Director Médico?
El Tribunal Supremo, de entrada, habría respondido afirmativamente a esta
pregunta, al fundamentar la imputación a dicho Director-Gerente de una
cooperación necesaria en comisión por omisión en los delitos de los arts. 343 y
343 bis del Código derogado; es más, el Alto Tribunal llega a criticar "el
extraño planteamiento de unas acusaciones que excluyeron desde el principio la posibilidad
de una actuación culposa (se refiere a las lesiones imprudentes) por parte de
este recurrente". Así, en el FJ 19º de la sentencia se indicaba, entre
otras cosas, la siguiente:
"...no
se preocupó, adecuadamente, como correspondía al cargo que desempeñaba para,
entre otros aspectos, vigilar y controlar el suministro, movimiento y estado de
los medicamentos y efectos necesarios para la actividad diaria del
centro".
"...el
acusado tenía el deber de actuar vigilando el material médico, la sangre donada
y la sangre transfundida, deber que nacía de la relación contractual por él
asumida con el cúmulo importante de obligaciones y facultades para dirigir,
desde su cargo, toda la infraestructura del centro médico. Al no hacerlo así,
al permitir que no se llevaran a cabo las instrucciones que la Orden de 10 de
octubre de 1986 1e marcaban para el cribado y las demás pruebas tendentes al
control riguroso del síndrome, y al permitir también, en último caso, que el
acopio de ese 'medicamento' se realizara, prescindiendo de la referida orden,
haciendo caso omiso de lo que ya en distintos hospitales se realizaba al
respecto, vino a crear el daño potencial, dio vida al peligro en
cuestión".
Como se advierte, la perspectiva adoptada por el Tribunal Supremo se
parte de la idea de que Fortunato es un superior jerárquico de José María,
puesto que le atribuye la función de vigilancia, que es típica del delegante en
el marco de las relaciones de delegación. Sin embargo, tal atribución parece
desproporcionada. Existiendo un Director-Médico, la competencia de un
Director-Gerente que ni siquiera posee conocimientos médicos no puede extenderse
a la vigilancia del material médico. En todo caso, y admitida la dudosa
relación jerárquica, se trataría sólo de supervisar de modo muy genérico, y
siempre desde perspectivas de gestión racional, la actuación del responsable.
Ello se refiere, desde luego, al estado de cosas en la comunidad científica en
el tiempo anterior a la Orden de 10 de octubre de 1986. Pero parece posible incluso
referirlo al contenido de dicha Orden. Pues al Director-Gerente incumbe la
canalización económica de las propuestas del Director-Médico, quien a su vez es
portador de las necesidades de los servicios y las generales del centro
hospitalario. Desde el punto de vista de la información y, en concreto, de la
valoración médicaclínica de un supuesto concreto, parece claro que el Director-Gerente
depende del Director-Médico. En este caso, José María bloqueó todo acceso de la
cuestión a la esfera de Fortunato (la comisión de administración del centro).
No cabe advertir, por tanto, que haya tenido lugar vulneración de sus propios
deberes, aun cuando éstos tuvieran un contenido de vigilancia de la labor del Director-Médico.
Por lo demás, si la relación, en lugar de seguir siendo vertical, como la
sentencia parece estimar, fuera horizontal, con mayor motivo todavía regiría el
principio autorresponsabilidad y de separación de esferas de competencia (en la
línea del ya tradicional principio de confianza, pero trascendiendo más allá
del mismo); lo que fundamentaría todavía más la ausencia de responsabilidad de
Fortunato.
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