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LA RESPONSABILIDAD PENAL POR CONTAGIO HOSPITALARIO

Jesús María Silva Sánchez.
Catedrático de Derecho penal de la Universidad Pompeu Fabra.

Este trabajo es una versión revisada del texto de la ponencia presentada por el autor en el marco del VIII Congreso "Derecho y Salud" (Santiago de Compostela, La Coruña, España. Noviembre de 1999).



1. INTRODUCCION.
Producido un resultado lesivo -en el caso que aquí interesa, el contagio de una enfermedad- el Derecho penal puede imputárselo a tres sujetos distintos. Por un lado, al agente inicial, esto es, a quien generó en primer lugar el curso causal que, al final, da lugar a la producción del referido resultado. Por otro lado, a un tercero: bien porque éste interrumpa el nexo de imputación del resultado al riesgo creado por el primer agente introduciendo un nuevo riesgo en términos de autorresponsabilidad; o bien porque se encuentre en posición de garantía, debiendo responder, con independencia de que lo haga el agente e incluso con independencia de que "haya" un agente, por no haber controlado el riesgo suscitado. En fin, a la víctima: ya porque ésta, con su comportamiento, haya roto de algún modo el nexo de imputación del resultado al riesgo creado por el agente o el tercero; ya, en última instancia, en virtud del principio "casum sentit dominus": si no hay nadie a quien imputar responsabilidad por el resultado producido, si éste aparece como un caso fortuito, un riesgo general de la vida o, en todo caso, como un riesgo no prohibido, entonces debe soportarlo aquél sobre quien recae. En el ámbito del contagio hospitalario se dan ejemplos de todas esas diversas situaciones mencionadas. Con todo, sí conviene precisar que las alusiones al contagio hospitalario más clásicas en nuestra jurisprudencia -y que todavía es posible encontrar- responden a una estructura peculiar. El sujeto que ha creado dolosa o imprudentemente un riesgo para otro, quien, a su vez, ha sido sometido tras sufrirlo a un tratamiento médico-sanitario, argumenta en su defensa que el resultado lesivo finalmente producido no le es imputable, sino que se debió precisamente a una infección contraída en el hospital, de modo que el contagio hospitalario ha interrumpido el nexo de imputación, impidiendo que el resultado se le impute a la conducta inicialmente realizada. Este es el caso que contempla, por ejemplo, la Sentencia del tribunal supremo Español (STS) del 21 de diciembre de 1993, ponente Díaz Palos; o el de la Audiencia del Tribunal Supremo (ATS) de 16 de octubre de 1996, ponente De Vega Ruiz.


2. CONTAGIO Y RELACIÓN DE CAUSALIDAD.
Los ejemplos anteriores ponen de relieve cómo el Tribunal Supremo, para rechazar la interrupción del nexo de imputación, a lo primero que procede es a constatar los aspectos del supuesto fáctico relativos a la relación de causalidad. Ello es correcto en el abordaje jurídico general del problema del contagio hospitalario. Así, respecto a los dos ejemplos standard: la infección postoperatoria, (por ejemplo, en un caso de amputación de un miembro por una infección hospitalaria de gangrena gaseosa postquirúrgica, la STS (1ª) de 21 de julio de 1997, ponente O'Callaghan Muñoz; o, para un caso de fallecimiento por infección hospitalaria de tétanos postquirúrgico, la STS (1ª) de 9 de diciembre de 1998, ponente O'Callaghan Muñoz1) y la transfusión.
El sujeto A sufre un traumatismo en una pierna, lo que hace preciso su tratamiento médico-quirúrgico. Tras la intervención, se detecta una infección de gangrena. Al no poder ser contenida ésta, se hace precisa la amputación de la pierna afectada.
La gestante B, debido a ciertas incidencias durante el parto, recibe una transfusión de sangre. Un tiempo después se constata que ha sido contagiada del virus del sida.
Al subrayar la importancia práctica del examen de la cuestión de la relación de causalidad en estos casos no se quiere indicar ni que la determinación de una causa extra hospitalaria de la infección excluya, per se, la responsabilidad hospitalaria por el resultado que se produzca, ni, viceversa, que la constatación de una causa hospitalaria conduzca a una atribución de responsabilidad. En cuanto a lo primero, debe señalarse que, aunque el contagio se haya producido fuera del hospital, puede surgir responsabilidad dentro de ésta por la incorrecta no detección o el inadecuado tratamiento de la infección (Este tema se debate en la SAP Valencia, secc. 2 de 24 de septiembre de 1998, ponente Andrés López del Baño); en suma, nos hallamos ante un problema general, en su caso, de imprudencia médica. Ahora bien, precisamente por ello, debe señalarse, con todo, que la cuestión del origen de la infección es importante, puesto que el responsable concreto, dentro del centro sanitario, del resultado de una infección hospitalaria y extra hospitalaria no será nunca la misma persona. En cuanto a lo segundo, es obvio que la constatación de una relación de causalidad por sí sola no conduce a una atribución de responsabilidad: es necesario que el riesgo que incorpora el curso causal pueda ser calificado como riesgo prohibido y, a la vez, que pueda imputarse a la imprudencia de algún sujeto concreto. Y ello no va de suyo; a pesar de los problemas que conlleva la realización ex post de los juicios teóricos ex ante ya pesar de la creciente tendencia a transformar las desgracias en ilícito de alguien.
La determinación de la relación de causalidad está orientada, en Derecho penal (ya diferencia, por ejemplo, del Derecho civil de daños: STS -lª- de 26 de mayo de 1997, ponente González Poveda) a la construcción de una relación de imputación personal. Así pues, la individualización del factor infeccioso no es suficiente si no va acompañada de la precisión de la fuente de la infección; en este punto, los principios de presunción de inocencia y de "in dubio pro reo" son determinantes. Quiere con ello significarse que la determinación de que la causa del resultado ha sido una genérica "infección hospitalaria", sin que se pueda precisar más, impide de entrada toda imputación penal. Los problemas que se pueden dar en este punto los refleja muy bien la SAP Granada de 1 de febrero de 1999, ponente Ramos Almenara (Cfr. también STS de 13 de febrero de 1997, ponente Martínez-Pereda Rodríguez).
En cuanto a las reglas para determinar la fuente de la infección, seguramente debe tomarse como base el criterio sentado por la STS de 23 de abril de 1992: basta con tener un componente necesario de una explicación suficiente del resultado y con poder excluir explicaciones alternativas (ello, aunque se desconozca el modo en que se ha desarrollado el proceso eficiente de producción de la lesión). Así, la STS (lª) de 18 de febrero de 1997, ponente Almagro Nosete, en un caso de contagio de hepatitis C y de SIDA, es muy expresiva del modo de acreditar
la fuente de la infección: para la hepatitis C es determinante que se trate de una enfermedad de origen fundamentalmente posttranfusional y que el período de incubación sea de 3 a 12 semanas desde el contagio, siendo así que en el caso transcurrió en tomo a un mes entre la transfusión y la aparición de los primeros síntomas de la hepatitis. En cuanto al SIDA, se entiende determinante, de nuevo, el que los primeros síntomas se correspondieran con los períodos de incubación, así como el que no se hubiera acreditado que el fallecido demandante perteneciese a grupo alguno de especial riesgo, ni que con posterioridad a las transfusiones antes mentadas hubiera llevado a cabo conductas aptas para producir el contagio de la citada enfermedad (Cfr. similar la STS (1ª) de 11 de febrero de 1998, ponente Gu116n Ballesteros).

3. EL "RIESGO NO PERMITIDO" DE INFECCIÓN.
En todo caso, la imputación a una persona concreta del contagio sufrido por un paciente exige que se constate que dicho contagio ha sido debido a un riesgo no permitido. No son riesgos no permitidos aquellos que resultan objetivamente imprevisibles, u objetivamente inevitables. Así, la STS (1ª) de 7 de junio de 1994, ponente Barcala Trillo-Figueroa, entendiendo, a propósito de una infección postoperatoria, que no existen medidas de asepsia que puedan eliminar la bacteria "clostreidium perfringens" de un quirófano.
Tampoco lo son aquellos que, aunque pudieran estimarse, en alguna medida, previsibles y evitables, proporcionan, con su permisión, mayores beneficios que los que resultarían de su prohibición. Así, por ejemplo, cabe que suceda con los microorganismos resistentes que pueden existir en centros hospitalarios ya los que se pueden vincular ciertas infecciones.
Pese a que el riesgo de infección asociado a tales microorganismos es previsible -y, en algunos casos, evitable, si se renunciara a la actividad hospitalaria o al modelo actual de organización de la actividad hospitalaria cabe entender que nos hallamos ante un riesgo permitido, en la medida en que se adopten, para su contención, todas las medidas compatibles con el funcionamiento del sistema.
Un problema especial puede suscitarse respecto de aquellos focos de infección cuya neutralización, sin llegar a lo anterior, tuviera importantes costes económicos. En este caso, en principio, debe partirse de la inexistencia de un riesgo permitido, salvo que los costes fueran tan importantes que pudieran poner en cuestión el propio mantenimiento del sistema sanitario.
En todo caso, partiendo de que en la actividad médico- sanitaria una determinada dimensión de riesgo es ineludible, la cuestión habrá de centrarse en la determinación de cuáles son las cautelas cuya adopción permite estimar que el riesgo se mantiene en el ámbito de riesgos "no prohibidos". Al respecto, debe señalarse que ni los protocolos internos del centro hospitalario, ni las normas administrativas establecen el standard de cuidado jurídico- penal. Esto último resulta especialmente importante, por cuanto ha dado lugar a una cierta discusión. En efecto, se trata de determinar qué debe ocurrir cuando, en sectores sometidos a una detallada regulación administrativa, el profesional médico-sanitario se limita a cumplirla, aunque el estado de los conocimientos científicos (al que se accede a través de las revistas especializadas) indique que tal normativa se halla desfasada y exija la adopción de métodos distintos o adicionales de cautela.
El tema es, pues, si el cumplimiento de las normas administrativas da lugar a la estimación de un riesgo permitido. En relación con otro sector profesional, el monografista Paredes Castañón (PAREDES CASTAÑON, Límites de la responsabilidad penal individual en supuestos de comercializaci6n de productos defectuosos: algunas observaciones acerca del "caso de la colza", Poder Judicial 33, pp. 421 y ss.),  ha señalado que, sentado el cumplimiento de las disposiciones administrativas reguladoras de una determinada actividad, la regla general es que no se le pueda imputar una imprudencia punible (PAREDES CASTAÑON, Poder Judicial 33, p. 425, matizando las tesis de la propia sentencia de la colza a partir de una perspectiva centrada en la ha de quedar también exento de toda responsabilidad jurídica, incluso aunque, como consecuencia de la conducta, se acabe por producir un resultado disvalioso").
Ahora bien, por otro lado admite que cabe que se dé una circunstancia excepcional; en tal caso, cuando a los ojos de todo el mundo o incluso a la luz de los conocimientos especiales del sujeto, se advierte que la situación no es de aquéllas para las que está pensada la regulación administrativa, nos podríamos hallar ante un "fraude de ley". En tal caso, el sujeto debería proceder según una ponderación autónoma de riesgos-beneficios (PAREDES CASTAÑON, Poder Judicial 33, pp. 427-429), de modo que podría incurrir en imprudencia punible.
En el ámbito sanitario, un caso en el que esta cuestión hubo de barajarse fue el relativo a las "transfusiones de sangre contaminada" del Hospital de Bellvitge: STS de 18 de noviembre de 1991, ponente De Vega Ruiz (Rep. La Ley 12.253). En efecto, en tal caso las pruebas de detección de anticuerpos del VIH sólo se establecieron como obligatorias en Cataluña en virtud de una Orden de la Generalidad de 10 de octubre de 1986. Se planteaba, entonces, si cabía imputar a título de imprudencia la transmisión del VIH producida en una transfusión realizada con anterioridad a esa fecha; la cuestión era, pues, si sólo la Orden de la Generalidad permitía configurar una norma de cuidado infringida. La sentencia no lo entiende así. Por el contrario, se subraya que "la imprudencia, si es temeraria, por inobservancia de las más elementales normas de precaución y cautela, no precisa la remisión a norma reglamentaria alguna". O, de modo similar, pero más concreto, que "la Orden de la Generalidad no condiciona necesariamente las conductas imprudentes acaecidas con anterioridad ni es en ningún caso constitutiva per se de la actividad culposa incardinada en el texto articulado je1565, vigente entonces, por hechos posteriores". O, en fin, que "...la imprudencia temeraria no es infracción en blanco, no depende de norma reglamentaria alguna, que puede existir, pero que no es de concurrencia
inexcusable para el tipo. La valoración de la culpa está por encima del cumplimiento o incumplimiento de la susodicha Orden, aunque, se repite, su contenido en algún caso sirva para aseverar las características y requisitos del delito en sí.
En sentido opuesto, sin embargo, la SAP Barcelona (secc. 6ª) de [7 de julio de 1993, ponente Perea Vallano (Actualidad penal Audiencias 207), en relación asimismo con un caso de contagio del VIH, afirmaba que "no puede estimarse que obra con olvido de las más elementales normas de precaución -lo que constituye la esencia de la imprudencia temeraria el que ajusta su actuar a lo establecido en la ley dentro de los supuestos por la misma contemplados (...) no pudiendo por tanto exigirse de los acusados otra conducta que la del fiel cumplimiento de lo al respecto ordenado por las autoridades sanitarias competentes.
Cierto es que la medida resultó insuficiente y hubo de ser sustituida por la obligatoriedad de las pruebas de detección de los anticuerpos del VIH, más ello no implica la existencia de una responsabilidad penal (...) por parte de los acusados, por el hecho de no anticiparse al criterio mantenido por las autoridades sanitarias, cuando los hechos enjuiciados se produjeron, lo que no les es jurídicamente exigible a lo menos en el ámbito penal". El criterio de esta última sentencia no es asumible.
Sin embargo, tampoco lo sería el opuesto, según el cual el baremo del cuidado debido habría de venir constituido por los conocimientos individuales del sujeto. Como la jurisprudencia civil ha ido poniendo de manifiesto (por ejemplo, STS (lª) de 28 de diciembre de 1998, ponente Sierra Gil de la Cuesta; STS (1ª) de 9 de marzo de 1999, ponente García Varela. Cfr. asimismo la STS (3.") de 31 de mayo de 1999, ponente González Navarro, con cita del art. 141 de la LRJAP en su redacción por la Ley 4/1999, de 13 de enero: "No serán indemnizables los daños que se deriven de hechos o circunstancias que no se hubiesen podido prever o evitar según el estado de los conocimientos de la ciencia o de la técnica existentes en el momento de la producción de aquéllos...".), la imprudencia (objetiva) se determinará con arreglo a los standard científicos o técnicos cuya existencia pueda constatarse en el momento de que se trate, con independencia de que los mismos hayan sido recogidos -o todavía no por la normativa administrativa. Ello da lugar a alguna sentencia civil que, de entrada, podría resultar sorprendente, pero que, a mi juicio, resulta plenamente correcta. La STS (1.ª) de 18 de febrero de 1997, ponente Almagro Nosete, tuvo ocasión de pronunciarse sobre un caso de contagio de la hepatitis C y del SIDA {por transfusión de sangre) en el que los hechos se habían producido antes de que se dispusiera de los conocimientos necesarios para detectar los virus correspondientes. La sentencia acepta en este punto el alegato de los recurrentes. Sin embargo, termina concluyendo la existencia de imprudencia.
En efecto, consta que en el momento de producirse los hechos se conocían estadísticamente los riesgos de las transfusiones (aunque ello no obstara a su práctica en casos de riesgo vital) -obsérvese aquí el argumento en términos de riesgo permitido (en los casos de riesgo vital en que se opta por la transfusión, a su vez arriesgada, en realidad es dudoso que se pueda hablar de riesgo permitido. Surge, en concreto, la duda de si se trata de un riesgo permitido –que no genera responsabilidad civil o de un estado de necesidad -que sí la generaría-. El tema precisa de un estudio más detallado: las fronteras entre riesgo permitido y estado de necesidad en los delitos imprudentes. Ahora bien, en el caso no existía un riesgo vital y, además, se disponía de terapias alternativas a la transfusión. Así, lo diligente habría sido prescindir de la transfusión como única vía absolutamente segura de evitar el contagio, o, al menos, haber procedido a informar al paciente de todos los riesgos que comprendía la transfusión para obtener su consentimiento informado. En efecto, en el caso se pone de relieve lo siguiente.
El riesgo de contagio que surge de la transfusión se hace, en principio, no permitido en función de su carácter previsible y evitable. La previsibilidad (en el grado que sea) se obtenía del dato estadístico que asociaba contagio a transfusión. Su evitabilidad, por el hecho de que, renunciando a la transfusión, se excluiría el contagio. Por tanto, el riesgo podía ser no permitido incluso antes de que se dispusiera de los conocimientos en cuya virtud fuera posible detectar y aislar el virus. Ahora bien, dicho riesgo podría estimarse permitido en la medida en que la renuncia a la transfusión causara males mayores que su práctica. En tal caso, la transfusión, realizada con las máximas cautelas posibles, no constituiría un riesgo prohibido. Ahora bien, ése no sería el caso de las transfusiones practicadas en casos en que no existía riesgo vital yen los que, además, se daban terapias alternativas.

4. LA IMPUTACIÓN DEL RIESGO (EN COMISIÓN ACTIVA Y EN COMISIÓN POR OMISIÓN).
El riesgo de contagio puede imputarse a quien lo crea activamente o bien, en comisión por omisión, a quien, habiéndose comprometido a impedir su aparición o, en todo caso, a controlarlo, no lo hace. A efectos de imputación de responsabilidad, éstos son, en efecto, los dos grandes grupos: Por un lado aquél que la infección resulta de un proceso en el que se da una intervención médico-sanitaria activa; por otro lado, aquél en el que se produce desde el medio hospitalario, sin intervención activa alguna, pudiendo imputarse, sin embargo, el surgimiento del riesgo de infección y/o su realización en un determinado resultado a alguien que había asumido el control de dicho riesgo.
En cuanto a la imputación activa, deben sin embargo distinguirse situaciones distintas: así, la intervención quirúrgica (o, en general, médico sanitaria) con instrumental contaminado (así, por ejemplo, en un caso en el
que se trataba de una implantación mamaria no convenientemente esterilizada, la SAP Zaragoza (secc. 3ª), de 16 de julio de 1998, ponente Rodríguez de Vicente Tutor); la transfusión de sangre contaminada; la exposición del paciente al contacto con personal hospitalario portador
asintomático o con otros pacientes ya infectados; o bien intervenciones que no producen directamente la infección, pero facilitan que ésta se produzca (así, la exploración agresiva o intervención quirúrgica como factores que abren barreras del organismo y posibilitan la infección; o la provocación de inmunodepresión como consecuencia de un determinado tratamiento médico); o la agravación de una infección ya contraída en el medio por un tratamiento inadecuado. Respecto a todas estas variantes es preciso analizar si las referidas situaciones, en el momento de realizarse las conductas en cuestión, aparecían como riesgos imprevisibles, inevitables, o, en última instancia, permitidos en función de la correspondiente valoración de costes y beneficios; de lo contrario, se darán las bases para una imputación jurídico-penal (a reserva de lo que luego se indica sobre el principio de autorresponsabilidad), en todo caso, muchas de estas conductas, aun cuando puedan representar una contribución al resultado de infección, no expresan un dominio sobre el riesgo de la infección; se tratarla, respecto a ellas, de imputar una participación imprudente en un hecho de autoría imprudente realizado por otro.
En cuanto a la imputación omisiva, deben distinguirse dos grandes subgrupos: la omisión de deberes de aseguramiento por parte de quien ha asumido la neutralización del propio riesgo de infección (desinfección o control de la aparición de infecciones)10; y, una vez producido el contagio, la omisión de deberes de aseguramiento por parte de quien se ha comprometido a evitar que el riesgo ya surgido produzca efectos trascendentes (evitación de que la infección ya contraída redunde en un efecto lesivo más grave). Por lo demás, en uno y otro caso la imputación se vincula al hecho de que la realización de la conducta indicada-y no llevada a cabo hubiera impedido el resultado (según un juicio ex post). Con todo, lo anterior se ve sustancialmente modificado por el hecho de que la actividad médico-sanitaria tenga lugar normalmente mediante la intervención de una pluralidad de personas y, además, en estructuras complejas. 
Ello genera un doble fenómeno. En el plano horizontal, la vigencia del principio de autorresponsabilidad (que progresivamente va ocupando el lugar del principio de confianza), de modo que no toda aportación causal al resultado da lugar a una imputación de responsabilidad, sino sólo aquella que además implica la infracción de los deberes de cuidado específicamente correspondientes a la posición jurídica ocupada por el sujeto. En el plano vertical, la posible imputación de responsabilidad por la vulneración de deberes de coordinación y vigilancia, de modo acumulativo a la responsabilidad del inferior o, incluso, de modo excluyente, cuando la única vulneración jurídica que puede hallarse es la del referido superior. A propósito de una infección por el abandono de material quirúrgico en el interior del cuerpo del paciente, analiza esta cuestión la SAP Alicante (secc. 1ª) de 29 de enero de 1998, ponente González Pastor.
Precisamente por el hecho de que la actividad médico sanitaria tiene lugar en un contexto de intervención (y no intervención) de diversos sujetos, lo usual será que se den también problemas en cuanto a la posible incidencia de la figura de la prohibición de regreso. Así, cuando a una intervención activa de contagio le sucede una omisión de control del riesgo producido por el contagio. O bien cuando a la omisión de evitación de aparición del propio foco infeccioso le sucede otra omisión de evitanio
sobre el riesgo de la infección; Se tratarla, respecto a ellas, de imputar una participación imprudente en un hecho de autoría imprudente realizado por otro.

5. EL CASO MÁS TRASCENDENTE: "LAS TRANSFUSIONES DE SANGRE CONTAMINADA". STS DE 18 DE NOVIEMBRE DE 1991, PONENTE DE VEGA RUIZ.
5.1. Resumen de hechos. En el Hospital "Príncipes de España" de Bellvitge se practicaron 2.284 transfusiones de sangre sin realizar pruebas de detección de los anticuerpos del VIH, pese a la existencia de un consenso en el ámbito científico sobre su procedencia, e incluso después de que-el 10 de octubre
de 1986 una Orden de la Generalidad de Cataluña estableciera su obligatoriedad en el territorio de la Comunidad Autónoma. Ello dio lugar a la infección de diversos pacientes con el referido virus. Fortunato F.G. era, por aquellas fechas, Director-Gerente del Hospital. En virtud de su contrato "se le atribuían las más amplias facultades para realizar las funciones de gestión (representación, dirección y organización) del ámbito asistencial que le correspondían ostentando entre otras la Dirección de las Comisiones de Dirección y Administración del Hospital; sin embargo, se desentendió de su obligación de velar por el cumplimiento de la orden referida, a pesar de que desde el 17 de agosto de 1985 conocía la importancia del tema, determinando esa falta de vigilancia, respecto al cumplimiento de la normativa, que se verificaran las 6.226 donaciones, así como las 2.284 transfusiones con inobservancia de aquélla, aun cuando por su carencia de conocimientos médicos y científicos el acusado no pudiera prever las consecuencias que esas transfusiones, carentes de las oportunas pruebas de detección de anticuerpos antivirus VIH, pudieran producir en los pacientes". 
Por su parte, el Dr. José María C.M. era el Director Médico del Hospital. A él le correspondía "dirigir, coordinar y evaluar las actividades clínicas del Hospital, así como llevar a término el seguimiento de los diversos servicios o unidades asistenciales, evaluando su nivel de calidad y proponiendo las medidas necesarias para su mejora". Había asumido la función de examinar las propuestas de orden del día de las Comisiones de Administración. 
Conocedor del estado de la cuestión en la ciencia sobre la necesidad de realización de las pruebas, no atendió ni a una carta de la Dra. Carmen F.C. (Jefa del Servicio de Hematología y Hemoterapia) en tal sentido, ni a la propuesta de adquisición de reactivos, cuya incorporación al orden del día de la Comisión de Administración del 6 de noviembre rechazó. El Dr. Javier A.B., Jefe de Suministros, aceptó tal decisión, al ser José María C.M. el Director Médico. y cuando la Dra. Carmen F.C., el 7 de noviembre, comunicó a José María C.M. el contenido de la Orden de 10 de octubre, éste no adoptó medida alguna hasta el 26 de febrero de 1987. La Dra. Carmen F.C. adoptó las iniciativas referidas, pero, sabedora de todo lo anterior, en vez de dirigirse a otros centros hospitalarios, que tenían técnicas en marcha para realizar detecciones o recurrir a otros bancos de sangre, adoptando medidas tendentes a evitar transfusiones de sangre con anticuerpos, no lo hizo, pese a que sabía el riesgo de transmisión que con ello se corría, determinando de esta forma las referidas donaciones y transfusiones. 
En fin, Antonio R.B., al igual que Roberto Ramón S.B., era médico adjunto del banco de sangre, dirigido por el Dr. Pedro A. de S. Antonio gozaba de la confianza de Carmen F.C., a la que en ocasiones sustituía, por delegación de la misma, pero carecía en la práctica de capacidad decisoria que le permitiera incidir en los hechos relatados. Fortunato ni siquiera fue acusado del delito de lesiones imprudentes; sí lo fueron, en cambio, Carmen y José María, condenados en instancia por tal concepto. Por lo demás, los tres fueron acusados y condenados por la Audiencia por los delitos del art. 343 y 343 bis del Código entonces vigente. El Tribunal Supremo casa la sentencia, absuelve a los tres del delito de expedición de medicamentos y condena a José María por un delito de lesiones por imprudencia temeraria ya Carmen por una falta de lesiones por imprudencia simple.
5.2. La asignación de responsabilidades en una cadena jerárquica compleja. De las muchas cuestiones que plantea el caso, algunas ya comentadas más arriba, aquí interesa destacar la que deriva de la existencia en el mismo de cadenas de delegación que abarcan desde la cúspide del centro hospitalario hasta los últimos intervinientes (ejecutores materiales) en el hecho. En casos como éste se observa una de las características del Derecho penal moderno, cual es la relativa al progresivo alejamiento de la atribución de responsabilidad del hecho de la ejecución material. Las estructuras básicas de imputación son entonces la autoría mediata y, sobre todo, la comisión por omisión.
La realización (y aceptación) de un acto de delegación de competencias o funciones tiene como efecto inmediato modificar las situaciones de competencia de partida. En lo que aquí interesa, ello conlleva, asimismo, una transferencia de responsabilidad. La delegación crea una nueva "posición de garantía": la del delegado. Esto es, proyecta sobre este sujeto un nuevo ámbito de organización y de responsabilidad, al producirse una ampliación de su esfera de competencia en virtud de la asunción de funciones de control de riesgos.
Ahora bien, el acto de delegación, si bien es cierto que constituye una nueva (o unas nuevas) "posiciones de garantía" sobre el (o los) delegado/s, no cancela la posición de garantía que ostentaba el delegante. Por el contrario, el delegante mantiene una posición de responsabilidad residual (o lo que, en otros términos, podría denominarse el resto de su posición originaria de responsabilidad), en la medida en que también retiene algunas competencias a las que a continuación aludiremos. Ello dará lugar, por lo demás, a la apreciación de algunas hipótesis de responsabilidad cumulativa de delegante y delegado, este último con base en las funciones asumidas (compromiso de contención de un cierto ámbito de riesgos con las competencias transferidas) y el primero con base en las competencias retenidas.
En realidad, partiendo de que la delegación convierte al delegado en protagonista fundamental del hecho, el delegante sí retiene competencias, que pueden incidir en una atribución de responsabilidad al mismo en el caso de que se produzca un hecho penalmente relevante. En particular, ostenta la competencia de selección del delegado; la de vigilancia y supervisión de su actuación; la de información y formación; la de dotación de medios económicos y materiales; la de organización y coordinación de la actuación armónica de los delegados; etcétera. Ahora
bien, conviene subrayar que, en general, de tales competencias y su defectuosa ejecución no cabe desprender, en el caso de que se produzca un hecho delictivo, una responsabilidad a título de autor, sino únicamente a título de partícipe. Así, ejecutado el hecho activamente por un inferior jerárquico (un empleado subordinado), el delegado, que ha asumido la función de control directo de los riesgos derivados de tal actuación, si -pudiendo y debiendo en atención a su competencia no lo evita, podrá ser
estimado autor en comisión por omisión. En cambio, el delegante, que eventualmente infringiera su deber de supervisión, y consiguientemente no instara al delegado a ejercer tal control, solamente podrá ser estimado partícipe en comisión por omisión (pues su conducta no equivale según el sentido del texto de la ley a la comisión activa en calidad de autor): él no ostenta ya la competencia directa de evitación del hecho -que ha transferido-, sino que sólo retiene la competencia de instar a la evitación. Por lo demás, en buen número de casos, la naturaleza de la intervención del delegante en el hecho será la de una contribución imprudente (infracción de deberes de cuidado en la supervisión, coordinación, selección, etc.), lo que ha de conducir frecuentemente (a la luz de lo dispuesto en el art. 12 CP) a la impunidad. Por contra, en el caso de que sea el propio delegado el que cometa activamente un delito en calidad de autor, la aportación del delegante podría llegar a ser calificada de autoría en comisión por omisión, en términos similares a los indicados más arriba. Todo lo anterior, como puede observarse, pone claramente de relieve la posibilidad de una acumulación de responsabilidades de delegante y delegado que, sin embargo, deja en un papel secundario, a veces determinante de la impunidad, al referido delegante. Ello puede ser especialmente patente en el caso, nada infrecuente, de la existencia de cadenas de delegación.
La regla general, con todo, es la siguiente: se estima autor en comisión activa a quien ~ el hecho activamente de modo directo o mediato (esto es, instrumentalizando a otros); partícipe en comisión activa es todo aquél que contribuye activamente al hecho del autor (salvo que se limite a realizar labores "standard", fungibles, sin propia connotación delictiva); autor en comisión por omisión será, en principio, sólo aquél en cuya esfera de competencia se hallaba la evitación directa del hecho (esto es, en principio, sólo el superior jerárquico inmediato a quien ejecutó activamente el delito; o, en el caso de cosas peligrosas, quien ostentara el control inmediato sobre las mismas); partícipes en comisión por omisión serán, en cambio, todos aquellos otros superiores (mediatos) en cuya esfera de competencia se hallaba la posibilidad de instar a la evitación del hecho. A todas estas estructuras debe superponerse el carácter doloso o imprudente del hecho de cada sujeto (algo que puede ser determinante a
la hora de atribuir responsabilidad). Y, en fin, debe tenerse en cuenta la posibilidad de apreciar la concurrencia de alguna eximente en estos sujetos, con las consecuencias conocidas. Un caso singular -pero, a mi juicio, de gran trascendencia- es aquél en el que el delegado, que carece de los medios para cumplir eficazmente con su función de control de riesgos, porque el delegante no se los suministra, se mantiene no obstante en su posición de competencia y responsabilidad. A mi entender, este tema podría ser planteado desde dos perspectivas. La perspectiva más clásica, vinculada a las nociones de causalidad, previsibilidad o deber genérico, llevaría a la atribución de responsabilidad al delegado. Pues se entendería que éste, pese a su imposibilidad actual de cumplir con su deber, habría de responder conforme a la estructura, usual en Derecho penal, de la actio libera in causa, según la cual responde quien provoca o no evita el advenimiento de una situación en la que no es dable (ni a él mismo) la evitación del hecho delictivo. En supuestos de esta naturaleza, pues, el delegado que se mantiene en su posición (que no renuncia) y actúa -con previsibilidad- u omite - con previsibilidad y deber general respondería de modo cumulativo con el delegante. Una perspectiva moderna, sin embargo, pondría de manifiesto -según creo- que la competencia para la dotación de medios no ha sido, en puridad, “delegada”, sino precisamente retenida por el delegante. Es a éste -y sólo a éste a quien corresponde cumplir con ella. Al delegado le incumbe simplemente apercibir de la ausencia de medios y, en tanto ello no se subsana, cumplir con su deber: hacer frente al riesgo asumido con los medios existentes. Aunque no cabe duda de que el tema merece discusión, en el caso le que la producción del resultado se produjera por la ausencia de medios, este punto de vista haría responsable sólo al delegante. Incluso aunque el delegado hubiera causado de modo previsible el resultado.
5.3. Aplicación al caso. El estudio de las cuestiones que plantea el caso desde la perspectiva adoptada puede subdividirse en tres bloques. Por un lado, lo relativo a la responsabilidad de los cirujanos y miembros de sus equipos, en el curso de cuyas intervenciones se producían las transfusiones contaminantes; así como a los subordinados de la acusada Carmen en el servicio de hematología y hematoterapia.
Por otro lado, la relación vertical de delegación existente entre José María y Carmen y los problemas peculiares que la misma muestra dada la configuración del caso. En fin, la responsabilidad de Fortunato -siendo discutible si la relación entre éste y José María es, a su vez, una relación "horizontal", participando de las características propias de las mismas (separación de esferas, principio de confianza en la visión clásica del problema) o "vertical", participando de los mismos problemas de "delegación"-.

5.3.1. La responsabilidad de los "ejecutores inmediatos" (cirujanos, subordinados del servicio de hematología, etc.).
Esta cuestión no fue abordada por el Tribunal Supremo. En efecto, la mayor parte de ellos ni siquiera fueron acusados ante la Audiencia Provincial; y en el caso de Roberto Ramón, la propia Audiencia lo absolvió. 
Sin embargo, convendría efectuar una primera reflexión, que puede ser luego extensiva a otro de los casos objeto de estudio y que, por lo demás, ha de constituir una de las cuestiones debatidas a propósito de la imputación en estructuras jerárquicas de empresa. Verbigratia ¿Por qué no se imputa responsabilidad a los sujetos situados en tales niveles jerárquicos inferiores, aun cuando se trate de un delito común y éstos hayan realizado una aportación causal directa al resultado lesivo? Las soluciones tradicionales han acostumbrado tomar como base la existencia de un error (normalmente vencible) de tipo o de prohibición, o de una situación de no exigibilidad, o en concreto la concurrencia de obediencia debida, cuya aplicación al ámbito laboral había experimentado un cierto auge en los últimos años de vigencia del Código ahora derogado. Sin embargo, en el caso en cuestión, como en tantos otros -podría decirse que todos que se manifiestan con exacta configuración en la delincuencia de empresa, nada se comenta al respecto.
Sí se resalta, a propósito de la responsabilidad de Antonio, que carecía de capacidad decisoria que le permitiera incidir en los hechos relatados. Ello parece aludir a un criterio de gran interés: el criterio de la competencia.  
Según este criterio, podría afirmarse que cuando un sujeto contribuye naturalísticamente a la producción de un resultado siendo así que éste, sin embargo, discurre al margen de su esfera de competencia en términos normativos, entonces dicho sujeto no responde. Ocurre, sin embargo, que tradicionalmente ese criterio ha sido utilizado para definir el ámbito de responsabilidad en comisión por omisión, pero no en comisión activa. Desde el punto de vista clásico, quienes realizaran aportaciones causales, dolosas o imprudentes, al resultado responderían, pues, aun cuando la evitación del resultado no perteneciera a su esfera de competencia. Modernamente, sin embargo, asistimos a propuestas, todavía en fase de discusión, según las cuales incluso quien causa un resultado, conociendo o pudiendo conocer que lo hace, no respondería penalmente cuando el proceso de producción del resultado queda fuera de su propia esfera normativa (no física) de control. De ser acogido este punto de vista, ello permitiría sin más fundamentar la exclusión de responsabilidad para los cirujanos y los integrantes de sus equipos que procedieron a causar de modo inmediato la contaminación con el VIH. Ello, aun cuando supieran que la sangre que utilizaban no había sido sometida a la prueba de los reactivos correspondientes. Pues tal cuestión no era de su incumbencia, sino de quienes les suministraban la sangre. Fundamentada de este modo la exclusión de responsabilidad de los miembros de los equipos quirúrgicos, el mismo argumento habría de ser empleado para los integrantes del banco de sangre, así como del servicio de hematología y hemoterapia. y procede subrayar que no se trata de una mera exclusión de la culpabilidad o de la imputación subjetiva, sino de la propia realización típica objetiva.

5.3.2. La "relación vertical" entre el Director Médico y el Jefe del Servicio de Hematología.
Nos hallarnos aquí en una situación expresiva de la relación entre "delegante" y "delegado". Sin embargo, si esto es así conviene examinar con cierto detenimiento por qué se estima que Carmen (delegado y, en esa medida, más próxima al hecho típico que el delegante) incurre en una responsabilidad menor que José María. Desde luego, de entrada, parece que no debería haber duda alguna acerca de que la principal responsable del hecho es Carmen; que ella sería el autor. En efecto, en ella, y en su calidad de Jefe del Servicio de Hematología y Hemoterapia, se ha producido por parte de la Dirección Médica del Hospital la delegación básica del control de los "output" en este terreno. En su condición, Carmen, proporcionando sangre no controlada para las intervenciones quirúrgicas, habría producido -en principio, cabe pensar que activamente, aunque los hechos no son explícitos en este punto relativo al funcionamiento del servicio el resultado lesivo: se trataría de una autoría mediata imprudente. En el caso de que pudiera estimarse que no realizó aportación activa alguna, sí cabría de todos modos practicar una imputación a título de autor en comisión por omisión. El fundamento vendría dado por la no evitación de la conducta de sus inferiores, ésta ciertamente causal respecto al resultado. Con todo, como se ha señalado, parece admitirse de modo general que la delegación no implica una exención de responsabilidad del delegante. Por el contrario, el delegante retiene una posición de garantía, cuya configuración se extiende a los aspectos más manifiestos de la conducta del delegado (o de los delegados): su selección y formación, su coordinación y dotación de medios, la supervisión de los aspectos más trascendentes de su actuación, etc. José María, por tanto, se encontraba en una posición de garantía cuyo contenido era el reseñado. La Sentencia lo asume en su FJ 24º, al indicar que ya la sentencia de instancia acoge la "...amplia función que el acusado realizaba como Director Médico del hospital, entre las que se encontraba el examen diario de las propuestas de las comisiones de administración, como también acoge el conocimiento que tenía sobre los peligros que suponía la sangre no cribada o no depurada a medio de los reactivos oportunos, con las advertencias o peticiones que la doctora encargada del Servicio de Hematología y Hemoterapia le había sugerido al respecto. 
En la modalidad de la comisión por omisión descrita más arriba, el acusado fue consciente del 'medicamento' almacenado y del uso que se hacía del mismo. El acusado voluntariamente disponía, en su entorno, de amplias facultades decisorias en la coordinación, dirección y supervisión de los distintos servicios asistenciales o actividades de docencia o investigación. Voluntariamente, pues, disponía el material médico adecuado dentro de una cuota, no exclusiva, de competencia y de responsabilidad".  
Sentada, pues, la concurrencia de un modelo en que ambos, delegante y delegado, son susceptibles de ser hechos responsables, merece mención una constatación fundamental. En concreto, por qué la conducta reiteradamente realizada por Carmen (enviar una carta, proponer la adquisición de reactivos, informar en su momento de la existencia de la orden de la Generalidad) por un lado no es suficiente para eximir de responsabilidad; y, por otro lado, sí lo es para degradar su imprudencia a la categoría de imprudencia simple. Pues ello daría lugar al elemento añadido de que el "autor" (delegado) recibe una pena inferior a la del "cooperador" (delegante). En el caso de que se entendiera que Carmen obró en autoría mediata imprudente, se imputaría un contenido de antijuricidad inferior al autor que al partícipe.  
Desde la perspectiva más clásica, la conducta de Carmen no podría estimarse suficiente para la exención de responsabilidad. Pues, en efecto, de considerarse que su intervención fue activa, nada podría excluir su vinculación causal y psicológica Con el hecho: las transfusiones Con sangre contaminada. y de seguirse la vía de la omisión, igualmente se apreciaría la infracción de un deber "especial" y la previsibilidad. Frente a ello no se admitiría el argumento de que Carmen, hizo "lo que podía".
Pues en situaciones de esta estructura, en la que el sujeto mantiene su posición de deber a sabiendas de que no va a poder cumplir con el deber asumido podrían apreciarse los elementos estructurales de la "actio libera in causa" (o, en otros términos, culpa por asunción) lo, que impediría eximir de responsabilidad. Es cierto que su conducta podría interpretarse, en un determinado momento, como un "intento de cumplimiento del mandato"; pero tal intento se mostró, en seguida, defectuoso, lo que no impidió que Carmen siguiera contribuyendo del modo expresado a la práctica de transfusiones. Ahora bien, si se adopta la referida perspectiva, resulta más que discutible que la conducta de Carmen deba tener como efecto la transformación de la imprudencia "temeraria" apreciada por la Audiencia en una imprudencia "simple", estimada por el Tribunal Supremo. De hecho, el FJ 13º de la sentencia, dedicado a esta cuestión, no tiene un estilo argumentativo sino que simplemente enuncia la presencia de una disminución de la intensidad del deber de cuidado vulnerado, tratando de mostrarlo como algo evidente. Probablemente, para ello se tuvo en cuenta la concurrencia de una situación de exigibilidad parcialmente disminuida, así como los intentos "salvadores" puestos en marcha por la acusada. Sin embargo, estos elementos, que ciertamente podrían tener efecto en la determinación de la pena, no modificarían el hecho de que Carmen, pese a todo, contribuyó de forma directa a la realización de las transfusiones, como la propia sentencia reitera (sobre el alcance del deber en estos casos cfr.STS 1ª de 18 de febrero de 1997, ponente Almagro Nosete, "reducir el uso de las transfusiones a los supuestos de riesgo vital o de graves e irreparables consecuencias para la salud del paciente, cuando no existiera método terapéutico alternativo, y, de otra parte, a informar al enfermo, que en el caso presente se hallaba plenamente consciente y lúcido, de los posibles efectos gravosos para su salud a que podía dar lugar la transfusión a que iba a ser sometido, de modo que pudiera dar a la misma una conformidad fundada en el conocimiento exacto de dichos efectos y asumiendo el riesgo de que llegaran a hacerse realidad").
Con todo, cabría la posibilidad de adoptar una perspectiva distinta sobre toda esta cuestión. Tal perspectiva partiría de la constatación de que nos hallamos ante el caso, supra aludido, en que el delegante no proporciona los medios necesarios y suficientes para el cumplimiento de la función por él delegada y asumida por el delegado. En tal caso, es desde luego cierto que el delegado causa o no impide (de modo previsible) el resultado. Pero también lo es que no ha vulnerado las reglas de la competencia asumida. Pues la competencia de proporcionar tales medios no ha sido delegada, sino, por contra, precisamente retenida por el delegante. Desde esta perspectiva, más atenta a la distribución de competencias ya la configuración de las respectivas esferas, el delegado se comportaría correctamente (de modo “adecuado a rol”) cumpliendo su función con los medios de que dispone y haciendo notar sus deficiencias en el caso de que éstas se produzcan. La realización de conductas distintas entraría dentro del ámbito general de los deberes de solidaridad, no de los presupuestos de una exclusión de la imputación imprudente de resultados. Obsérvese cómo desde esta perspectiva el comportamiento de Carmen no se mostraría imprudente: pues cumplió su función con los medios puestos a su disposición y requirió reiteradamente los reactivos necesarios por el conducto oficial (carta al superior jerárquico, promoción oficial del correspondiente expediente, incluso comunicación verbal). Otras iniciativas, como la mencionada en la sentencia de recurrir a
otros centros, no parece que le correspondieran directamente en función de su competencia, sino que, de nuevo, habrían de ser adoptadas por el director médico del propio centro; y, por supuesto, le habría sido posible denunciar el hecho a los medios de comunicación. Sin embargo, esto último respondería más bien al cumplimiento de un deber general de solidaridad con los pacientes de las transfusiones que al cumplimiento de sus funciones en la estructura orgánica del centro.
A la vista de todo lo expuesto, se advierte que el Tribunal Supremo no sigue coherentemente ninguno de los dos puntos de vista. Pues, o bien el tema correspondía a la esfera de competencia del delegado, en cuyo caso la responsable principal sería Carmen, con independencia de la responsabilidad cumulativa de José María, como delegante supervisor. O bien, el tema corresponde a la exclusiva competencia del delegante, en cuyo caso el único responsable es José María, pasando Carmen a integrar el grupo de sujetos que contribuyen al hecho sin que éste se produzca en su "esfera normativa de control". El Tribunal Supremo adopta una solución intermedia, que no acaba de dar razón de ninguna de dos las perspectivas teóricas posibles y, sobre todo, resulta de muy difícil fundamentación dogmática.
Por lo que hace al acusado José María, debe subrayarse que, a su inicial título de competencia basado en la posición originaria de control sobre los servicios del centro y, en particular, en la competencia para el suministro de medios para los mismos, añade un título de imputación adicional: la interrupción del curso salvador interpuesto por Carmen, al impedir que el expediente por ella promovido llegara siquiera a conocimiento de la comisión de administración, cuyo orden del día revisaba.
A la vista de todo ello, no cabría duda sobre la atribución de responsabilidad realizada.

5.3.3. La responsabilidad del Director-Gerente
Desde una perspectiva fáctica, como supra se adelantaba, resulta dudosa la posición de Fortunato en relación con José María. En particular, si es ésta una "relación horizontal" entre esferas de competencia situadas al
mismo nivelo, por el contrario, puede interpretarse que Fortunato es un superior jerárquico de José María, de modo que se encuentra en la cúspide de la "relación vertical" que antes comentábamos. Sea como fuere, en el caso objeto de análisis la posición de este acusado es singular. Debe subrayarse que ni siquiera fue acusado" ante la Audiencia de las lesiones imprudentes producidas probablemente por estimar las acusaciones que la falta de previsibilidad por su parte respecto a tal resultado lesivo, que se deriva en la redacción de hechos probados de la ausencia de conocimientos médicos específicos, hacía inviable tal acusación. Por otro lado, el Tribunal Supremo le absolvió -como a los demás acusados de los delitos de peligro en materia de medicamentos, por razones derivadas de la interpretación del verbo típico "expender o despachar", en el que no se estimó posible subsumir la conducta realizada por todos ellos. La cuestión que aquí interesa -y que trasciende al concreto pronunciamiento del Tribunal Supremo debe, sin embargo, enunciarse del siguiente modo: ¿Puede responder un Director-Gerente de hechos típicos relacionados con la calidad del "medicamento" en un centro en el que existe un Director Médico?
El Tribunal Supremo, de entrada, habría respondido afirmativamente a esta pregunta, al fundamentar la imputación a dicho Director-Gerente de una cooperación necesaria en comisión por omisión en los delitos de los arts. 343 y 343 bis del Código derogado; es más, el Alto Tribunal llega a criticar "el extraño planteamiento de unas acusaciones que excluyeron desde el principio la posibilidad de una actuación culposa (se refiere a las lesiones imprudentes) por parte de este recurrente". Así, en el FJ 19º de la sentencia se indicaba, entre otras cosas, la siguiente:
"...no se preocupó, adecuadamente, como correspondía al cargo que desempeñaba para, entre otros aspectos, vigilar y controlar el suministro, movimiento y estado de los medicamentos y efectos necesarios para la actividad diaria del centro".
"...el acusado tenía el deber de actuar vigilando el material médico, la sangre donada y la sangre transfundida, deber que nacía de la relación contractual por él asumida con el cúmulo importante de obligaciones y facultades para dirigir, desde su cargo, toda la infraestructura del centro médico. Al no hacerlo así, al permitir que no se llevaran a cabo las instrucciones que la Orden de 10 de octubre de 1986 1e marcaban para el cribado y las demás pruebas tendentes al control riguroso del síndrome, y al permitir también, en último caso, que el acopio de ese 'medicamento' se realizara, prescindiendo de la referida orden, haciendo caso omiso de lo que ya en distintos hospitales se realizaba al respecto, vino a crear el daño potencial, dio vida al peligro en cuestión".

Como se advierte, la perspectiva adoptada por el Tribunal Supremo se parte de la idea de que Fortunato es un superior jerárquico de José María, puesto que le atribuye la función de vigilancia, que es típica del delegante en el marco de las relaciones de delegación. Sin embargo, tal atribución parece desproporcionada. Existiendo un Director-Médico, la competencia de un Director-Gerente que ni siquiera posee conocimientos médicos no puede extenderse a la vigilancia del material médico. En todo caso, y admitida la dudosa relación jerárquica, se trataría sólo de supervisar de modo muy genérico, y siempre desde perspectivas de gestión racional, la actuación del responsable. Ello se refiere, desde luego, al estado de cosas en la comunidad científica en el tiempo anterior a la Orden de 10 de octubre de 1986. Pero parece posible incluso referirlo al contenido de dicha Orden. Pues al Director-Gerente incumbe la canalización económica de las propuestas del Director-Médico, quien a su vez es portador de las necesidades de los servicios y las generales del centro hospitalario. Desde el punto de vista de la información y, en concreto, de la valoración médicaclínica de un supuesto concreto, parece claro que el Director-Gerente depende del Director-Médico. En este caso, José María bloqueó todo acceso de la cuestión a la esfera de Fortunato (la comisión de administración del centro). No cabe advertir, por tanto, que haya tenido lugar vulneración de sus propios deberes, aun cuando éstos tuvieran un contenido de vigilancia de la labor del Director-Médico. Por lo demás, si la relación, en lugar de seguir siendo vertical, como la sentencia parece estimar, fuera horizontal, con mayor motivo todavía regiría el principio autorresponsabilidad y de separación de esferas de competencia (en la línea del ya tradicional principio de confianza, pero trascendiendo más allá del mismo); lo que fundamentaría todavía más la ausencia de responsabilidad de Fortunato.

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